Consumismo: Crítica moral en la cultura capitalista
Tras el movimiento abolicionista transatlántico, los movimientos de consumidores estadounidenses e ingleses de principios del siglo XX y el activismo contemporáneo a favor del comercio justo.
Críticas al Consumismo
Combinaremos, en el contexto de las críticas que ha recibido el consumismo, dos modos de presentación, uno histórico y otro basado en grados de sofisticación.
El orden injusto
La noción abstracta de consumo se desarrolló a partir del siglo XVIII. Hasta entonces, los bienes podían dividirse según la escala de "condiciones" entre dos polos socialmente marcados: el del "gasto", el de la "gloria" para los grandes; el de la simple necesidad para los pobres. En las sociedades basadas en el estatus y el nacimiento, la producción y la circulación de bienes se mantenían en niveles sensiblemente inferiores a los de los siglos XIX y XX, y una gran parte de la población sólo tenía un modesto acceso al mercado. La aceptación de su destino, sobre todo entre los humildes, iba acompañada más o menos tácitamente de rectitud y benevolencia por parte de los ricos y poderosos. Se reconocía la legitimidad de los poderosos, pero sólo a condición de que respetaran el orden de las cosas. En contraste con la insolente prosperidad de los grandes, la miseria material inspiraba quejas en los individuos afectados basadas en argumentos de codicia, crueldad, frivolidad y otros vicios responsables de su insoportable sufrimiento. La lógica de las relaciones de hombre a hombre, combinada con el estado de los modos de producción y control, tuvo el efecto de fomentar una desconfianza latente, y a veces abierta, hacia los poseedores y proveedores de bienes. El caso del pan, producto de primera necesidad en el Antiguo Régimen, es un buen ejemplo. La cuestión que obsesionaba a los compradores, sobre todo en la mitología de la "conspiración", era si la harina no había sido adulterada, pues el producto ofrecido se consideraba a la vez excesivamente caro y peligroso. El bienestar del pueblo casi siempre encontraba al "muerto de hambre" en su camino.
Defender a los trabajadores
Cuando hoy se habla de los consumidores, se tiende a olvidar que en el discurso de sus primeros portavoces, a principios del siglo XX, los consumidores adoptaron por primera vez la figura del trabajador. Para los dirigentes de las ligas y cooperativas de la época, defender al consumidor se veía sobre todo como una forma de contribuir a la felicidad del mayor número posible. El objetivo primordial era influir en los precios y en la "carestía de la vida" para garantizar a los asalariados el acceso a los bienes de primera necesidad. Al mismo tiempo, surgía otra figura, la del ama de casa, preocupada por el bienestar doméstico, el ahorro, la higiene y la racionalidad en las tareas cotidianas.
Estas preocupaciones sociales tuvieron eco tras la Liberación. Se elaboraron presupuestos tipo para determinar las necesidades y medir el coste de la vida, con vistas a aplicar una política de rentas y salarios. En este contexto de planificación y gestión tripartita de los servicios públicos (Estado, sindicatos, usuarios) se crearon las primeras instituciones de consumo. Fundadas en consideraciones tanto de progreso social como de productividad, tenían por objeto, entre otras cosas, garantizar el ajuste racional de la oferta de bienes a las necesidades de la población.
Razones para el descontento
Sin tomar partido por la vaga y controvertida noción de "sociedad de consumo", sólo podemos observar el aumento del volumen y los tipos de bienes y servicios. Si tomamos ejemplos emblemáticos como los frigoríficos, los coches y los televisores, podemos ver que estos bienes se han generalizado mucho en las últimas décadas. Durante este periodo, el consumidor se ha convertido en una figura a la vez visible e indeterminada, de la que se espera que busque en el mercado bienes que respondan a sus expectativas y que haga la elección más racional.
La satisfacción del consumidor ha ido acompañada de multitud de quejas. Los más tradicionales son de naturaleza económica: los precios son elevados, o incluso se mantienen artificialmente en un nivel alto (acuerdos ocultos entre fabricantes y distribuidores, grandes diferencias entre lugares y distribuidores, precios de reclamo que incitan a los consumidores a elegir una marca concreta para determinados artículos, precios inflados debido a la interacción de las marcas, etc.). Otra categoría de quejas se refiere a las propiedades de los bienes: la calidad se juzga mediocre aunque no haya defectos ocultos, la vida útil de los bienes es inadecuada o, lo que es lo mismo, el servicio posventa es defectuoso, dejando al consumidor con un bien inútil o dañado. Por último, existe la queja más general de que el consumidor está indefenso. Si bien los casos más visibles son los de las personas económica o psicológicamente vulnerables (niños, ancianos, personas sin recursos, etc.), víctimas de su ingenuidad y de las limitaciones de las circunstancias, también existe una desigualdad sistemática de información: los consumidores no conocen las características técnicas de un bien o las implicaciones jurídicas de la compra, el vendedor sabe cosas que el consumidor ignora y puede "forzar" la venta utilizando la seducción y la persuasión. La publicidad, incluso cuando no es formalmente "engañosa", es un blanco evidente de las críticas, pues pone de relieve las trampas que se tienden a los consumidores. La cuestión es hasta dónde llega el supuesto dominio de la publicidad: ¿puede realmente conseguir que alguien compre algo?
Estas quejas plantean dos problemas, el primero de los cuales es cómo trazar la línea divisoria entre las necesidades reales y las falsas. Defender a los consumidores implica a menudo la ambición de decidir entre lo que los consumidores desean para sí mismos y las sugerencias más o menos insidiosas producidas por las modas, la publicidad y la carrera por la innovación. La dificultad estriba en tomar posición en lo que es un debate entre partes interesadas: unos afirman que existen criterios para distinguir entre lo que está bien y lo que está mal, aunque no sean inmediatamente evidentes; otros, que las necesidades reales son simplemente las que se expresan a través de las elecciones reales de los consumidores. El segundo problema es el de la atomización de los consumidores, que parecen condenados a sufrir en soledad las imperfecciones del mercado. Sin embargo, al criticar las seducciones y mentiras del consumismo, también se hace un llamamiento a la toma de conciencia de los consumidores, que puede adoptar diversas formas, desde la información hasta el boicot, pasando por campañas de prensa, acciones judiciales, etcétera.
Hay que dejar claro que los consumidores no están condenados a un enfrentamiento brusco con productores y vendedores. El Estado interviene como tercero de muchas maneras: definiendo la calidad (y el fraude), regulando los contratos, la información y el crédito, y emprendiendo acciones legales.
Crítica moral: la patología del consumidor
Entre las críticas al consumismo, cabe distinguir entre las que se centran en lo que perturba o distorsiona las prácticas de consumo y las que se refieren a la identidad de la figura social que es el consumidor. Estas últimas críticas son formuladas por individuos que, como moralistas, ensayistas y a veces sociólogos, adoptan una postura teórica sobre un tema más general, el de la "sociedad de consumo", postura que a menudo se inscribe en una tradición intelectual, la crítica de la "modernidad", la "era democrática" y la "sociedad de masas". La aversión a una humanidad esclavizada por los bienes materiales y la búsqueda ilusoria del confort se expresa en versiones de izquierdas (alienación, cosificación) o de derechas (materialismo, hedonismo), que reflejan el punto de vista que los intelectuales se inclinan a adoptar sobre una sociedad fascinada por el dinero y las mercancías. La patología del consumidor consta de dos rasgos: la necesidad insaciable y la vana gloria. El primer rasgo engloba una visión de las masas obsesionadas por el consumismo, por un amor inmediato y más o menos burdo a las cosas consideradas fuentes de placer y bienestar. El segundo implica un análisis mucho más sofisticado del consumidor. Se le ve menos como un animal en busca de placer que como un ser inteligente esclavizado por la opinión, por las apariencias, y extraviado por el reino engañoso de los signos: consumir, como dicen los especialistas de lo simbólico, no es tanto consumir cosas, como cree el consumidor ingenuo, como consumir palabras que prometen estatus y prestigio. Este segundo rasgo corresponde a un mayor grado de perversidad, que exige del observador una lucidez exacerbada. Su tarea en una sociedad mistificada consiste en utilizar las herramientas de una hermenéutica o semiología de la vida cotidiana para desvelar los señuelos multiformes del narcisismo, el individualismo y la falsa personalización que ocultan la uniformidad universal.
Crítica política: una sociedad equivocada
Lejos de aparecer como un horizonte ineludible, la sociedad de consumo puede ser vista por algunos como una opción global cuya obviedad debe ser revisada o descartada. El argumento se basa en el reconocimiento de los efectos (perversos) de esta opción: pensemos lo que pensemos y hagamos lo que hagamos, el modelo dominante de producción y consumo tiene límites. Estos límites resultan bien de la finitud de los recursos disponibles, bien de la congestión de los bienes puestos en circulación, bien de las consecuencias para el medio ambiente, bien de las consecuencias para el bienestar y la salud de la población. Así pues, un bien dado como el automóvil debe considerarse en una cadena de oportunidades y limitaciones. Por supuesto, da autonomía a sus propietarios, pero también tiende a imponer a todos una especie de estándar de movilidad que permite separar el lugar de residencia, el lugar de trabajo y el lugar de ocio, como en el caso de los habitantes de las ciudades americanas que se ven obligados a recorrer largas distancias cada día para conciliar su vida familiar, su actividad profesional, el acceso a los equipamientos comunitarios y la posibilidad de convertirse en propietarios de una vivienda. La "elección" del coche implica costes no sólo para los individuos (tiempo, dinero, etc.) sino también para la colectividad (contaminación, construcción y mantenimiento de instalaciones, costes sanitarios).
Sin embargo, esta elección sólo puede cuestionarse a escala mundial: en el caso de un bien, implica la legitimidad de un estilo de vida que puede calificarse de individualista y cuya propia naturaleza es obligar a los individuos atomizados a adoptar las mismas soluciones para problemas cuyos términos son similares para todos ; También implica un postulado hasta ahora incuestionado, el "productivismo", que sostiene que el crecimiento sin fin de la producción material es ineludible (la industria automovilística como eslabón central de la economía); por último, implica el postulado de que sólo el mercado puede proporcionar los medios para satisfacer las necesidades sociales (mercantilización). La alternativa al modelo dominante, basada en lo que Norbert Elias llama la conciencia de la interdependencia de los individuos, propone el criterio del interés colectivo: en lugar de que los consumidores se dispersen en una persecución sin fin, tienden a tener acceso a bienes y servicios compartidos (transporte público); en lugar de demandas individuales ilimitadas, tienden a limitarlas según normas (prohibiciones varias, motores "limpios"); en lugar del desarrollo anárquico de los servicios comerciales, tienden a promover la solidaridad.
Consumismo: Crítica moral en la cultura capitalista
Cuando la gente se encuentra con bienes de consumo -azúcar, ropa, teléfonos- apenas encuentra información sobre su origen. Así, los bienes permanecen en el anonimato, y el trabajo que se empleó en fabricarlos, la cadena de suministro a través de la cual viajaron, permanecen oscurecidos. En parte de la literatura se argumenta que este encuentro es un rasgo endémico de las sociedades capitalistas, con el que los consumidores han luchado durante siglos en forma de movimientos activistas construidos en torno a ciertos movimientos sociales.
La literatura se hace eco de las extrañas similitudes que comparten dichos movimientos a lo largo de tres siglos: el movimiento abolicionista transatlántico, los movimientos de consumidores estadounidenses e ingleses de principios del siglo XX y el activismo contemporáneo a favor del comercio justo. En el marco del activismo de los consumidores, históricamente, los activistas se enfrentaron a las implicaciones más amplias del intercambio de mercancías. Estos activistas llegaron a un entendimiento común de la relación entre consumidores, productores y mercancías, y concluyeron que los consumidores eran responsables de simpatizar con los trabajadores invisibles. En última instancia, se proporciona un marco para identificar una cultura capitalista examinando cómo interpreta la gente los fenómenos cotidianos esenciales para ella.